martes, 30 de abril de 2013

EL ESPIRITU DEL RIO




                       
 

Me gustaría comparar
Mis sueños con los de los demás.
Me gustaría comparar
Para saber si soy preciso al recordar.
Me gustaría comparar
Tan solo por experimentar 
Que se siente al soñar
Todos juntos a la par.

Recuerdo recordado, recuerdos del pasado
No sé si es bueno o es malo, no sé si me interesa
Solo sé que de vez en cuando me siento emocionado
Entonces me elevo al cielo y vuelvo la vista ociosa.    

Que puede haber de malo en soñar
Si la mente que es cabal y poderosa
A lo largo de la vida de vez en cuando con ello reposa
Y hasta incomoda el despertar

Me envuelven recuerdos y sueños
Sueño con  entrañables  recuerdos del pasado
Que más da, con unos y otros  yo me empeño
En no dejar escapar  lo transitado

Y casi sin darme cuenta de mi estado de consciencia
Me invade en este preciso momento su espesa bruma
Y me planteo exponer sin abusar de la paciencia
Un  recuerdo,  un sentimiento, una época esquiva.



   Hubo una época en que los niños a los 13 0 14 años todavía jugaban en la calle, en que se inventaban juegos, en que los juegos tenían vida propia, en que la vida era un juego. Y no era extraño que las aulas y el juego se confundieran en un mismo lugar, que entre el juego y el aula solo hubiera una valla.




   
Claro, que ésta estratégica situación propiciaba otra  más extraña, como es, que desde la ventana del aula el profesor pusiera fin a la diversión proclamando a gritos el inicio de la clase.
  
   Hubo una época en que existía un rió, un instituto al lado del río,  una perfecta comunión entre profesores y alumnos, y un juego. Y a éste se jugaba compitiendo, compartiendo, rozándose, agarrándose, sobre todo agarrándose.

   Y consistía en perpetuar uno de esos esparcimientos de niños, en insistir en seguir jugando a los 13 ó 14 años a lo de siempre, a lo que tan buenos ratos nos había proporcionado anteriormente en la calles del barrio. En seguir abrazándonos nostálgicamente a un “pillao” que no queríamos perder, a una niñez que no queríamos que se fuera.

   Y en esa época ese milagro se podía conseguir, sólo hacía falta imaginación, y de eso sobraba. Hoy en día todo va muy deprisa.

  El juego era el pillao, el lugar el río, y éste consistía en situarse a un lado del margen del río, el que debía pillar, y al otro lado todos los demás, y el juego comenzaba. Ya no había tregua, ni piedad, pero sí mucha educación y compañerismo.

   Y eso, que dicha diversión no estaba exenta de peligro, pues cuando el que debía pillar saltaba hacía el margen donde estaban los demás para pillarles, todos en bandada saltaban hacía el otro lado huyendo despavoridos. Cada cual por donde bien podía y como podía. Unos detrás de otros, e incluso encima de los otros. Los más rápidos, por los sitios más estrechos, más lamidos por el continuo saltar de un día tras otro, o sea más cómodo y más seguro. Otros por donde les dejaban.

   De esta forma el ir y venir de un lado a otro, huyendo del que debía pillarnos, cada vez se tornaba más vertiginoso y caótico,  lo cual provocaba que tarde o temprano alguien resbalara, tropezara con el ribazo o con otro compañero, o simplemente midiera mal la distancia y cayera al agua.

   Pero lo que solía suceder a menudo, es que el objeto del juego, que no era otro que pillar, agarrar a alguien para que ocupara tu lugar, sucedía en el peor sitio y momento, o sea, cuando estabas a medio saltar, en el aire, y abajo el río, el agua, con el consiguiente baño desde la cintura hasta los píes, ropas chorreando y una espesa sensación de amenaza al llegar a casa.

   Eso si, antes he comentado que sobre todo imperaba la educación y el compañerismo, y así era, os lo puedo asegurar.

   Si alguien caía al agua, si alguno metía un píe, los dos píes, o hasta la cintura, todos se paraban un momento, se producía un contenido silencio y como un entrañable ritual, alguien preguntaba muy serio “¿Podemos reírnos?”, y en una exhibición de autocontrol, el que había caído en desgracia, contestaba: “si, podéis reíros”  y a partir de ese momento había revolcones, mandíbulas desencajadas y dolor de barriga producidos por la risa, mientras el caído escurría sus zapatillas, calcetines y bajos del pantalón.

   Otras veces la caída era de mayor calado, y nunca mejor dicho, y había que escurrir, además de lo anterior, el pantalón completo, los calzoncillos y parte del jersey, y entonces, en ese caso, la actitud de todo el grupo era unánime e indiscutible,  todos se ponían manos a la obra porque el objetivo principal era procurarse de lo necesario para hacer una hoguera donde poder secar la ropa y a la vez calentarse, intentando evitar así un altercado mayor al llegar a casa. Como esto a veces era difícil, sobretodo por las inclemencias del tiempo de entonces, en esos casos siempre se podía conseguir un aula y un par de estufas para secar las distintas piezas de ropa, que se ponían encima de mesas y sillas frente a la estufa, y todo ello, a veces con la complicidad de profesores y conserje.

   Hubo una época en que los padres veían atónitos, sin entender nada, como sus hijos entraban en casa, y en algunas ocasiones hasta por dos veces seguidas, medio día y tarde, con los zapatos y los bajos del pantalón mojados y nunca supieron porqué.

   Pero ninguno vio a su hijo con el pantalón completo mojado y mitad del jersey, porque para eso existía el “Espíritu del río” y la hoguera.

   Es más, algunos padres se mostraban sorprendidos por lo cuidadosos que eran sus hijos con la ropa, parecía que los pantalones eran nuevos. Y así era, eran totalmente nuevos, pues la hoguera a menudo tiraba de más, entonces había derrama para comprar unos nuevos.

  Hubo una época en que había un río, hoy se lo ha comido el cemento. También  un instituto, hoy hay tres. Y hubo una época en que existían unos críos que jugaban en la calle y que hoy a su manera siguen jugando, pues tienen un recuerdo muy vivo y un espíritu  que a veces aviva ese recuerdo, que es el “Espíritu del río”.

   Un abrazo a todo ese grupo de críos, y una pregunta: ¿Podemos reírnos?

3 comentarios:

diego dijo...

Recuerdos, recuerdos, recuerdos... Yo recuerdo, allá en Tánger, que jugánamos a Menastro y Linares, dos modalidades en las que el que hacía de "burro" se "abuchaba" y los demás saltaban por encima haciéndole perrerías pero, como tú dices, con respeto. Estábamos ágiles, delgados, fuertes, no gordos como los zagales actuales con sus juegos ipódicos y sus donuts grasientos, inmóviles. Pero ellos también recordarán un día con nostalgia sus juegos actuales. Y es que ser niño marca siempre.
He estado en las Fiestas de Caravaca, eso también marca ¿eh? :)
Un abrazote, paisano.

Framboise dijo...

" Me envuelven recuerdos y sueños
Sueño con entrañables recuerdos del pasado
Que más da, con unos y otros yo me empeño
En no dejar escapar lo transitado"

Yo también me empeño en ello. :) Y creo que todos en algun momento, volvemos a los recuerdos de la infancia, la época más real y limpia de nuestra vida. Y seguro que los niños de hoy lo harán aunque nos parezca que su infancia no es tan apasionante como lo fue la nuestra.
Y viendo el comentario de diego...pues yo no he estado en las Fiestas de Caravaca tampoco este año y esto marca también...
Pero he estado en mi tierra, llena de recuerdos de infancia también... hoy, la nostalgia está servida. ;)
Un abrazote.

Jordicine dijo...

Te saludo, TETEALCA. Y recuerdo, recuerdo muchas cosas. Aunque no se puede vivir sólo de recuerdos. Estamos de acuerdo, verdad? Hay que vivir el hoy con intensidad máxima. Hasta pronto.