viernes, 8 de noviembre de 2013

CONTEMPLANDO A LOS VENCEJOS (Continuación)



  

                                     



 “Mi tío Amancio, a pesar de su nombre no era capaz de amar, no amaba la vida y no se amaba a sí mismo”


Esto me hace recordar a mi tío Amancio. Era muy alto y delgado, siempre muy bien peinado, con un pelo muy negro, engominado y echado hacía atrás. Yo lo percibía como  un hombre tremendamente escrupuloso ante todo: la enfermedad, las heridas, noticias de guerra y de muerte, contaminación, suciedad. Todo le hacía adoptar un gesto que yo veía ya característico en él, como si el cuerpo entero se le encogiera queriendo desaparecer, esfumarse. Y muy aseado, aunque eso si, un poco antiguo a la hora de vestir, vamos que no le preocupaban los cambios de moda.

   Me llamaba la atención algunos rasgos muy marcados de su cara sobretodo algunos surcos en ella que muy al contrario de parecer arrugas que anuncian el paso del tiempo, a mi tío le daban un aire interesante, como de persona experimentada y culta, yo recuerdo que pensaba que esos surcos en la frente, alrededor de la boca y a los lados de su nariz, más bien eran señales de sus muchos momentos de reflexión y meditación sobre cuestiones tremendamente difíciles e importantes. A pesar de ello la expresión de su cara no era de dureza, sino más bien era una expresión afable y cordial. Tendría alrededor de los cuarenta y uno o cuarenta y dos años y era soltero, por eso vivía todavía con mis abuelos. Su comportamiento conmigo era esplendido, era amable, cariñoso, divertido y lo más importante generoso. Yo le quería mucho y me gustaba que viniera a casa. A veces salíamos los dos a dar una vuelta y me compraba cosas, otras me llevaba al fútbol, que a él le apasionaba y otras simplemente nos divertíamos en casa.

   Recuerdo que siempre esperaba con gran excitación y nerviosismo el comienzo de la feria. En estas ocasiones siempre aparecía por casa muy arreglado, pedía que me arreglaran a mí y solicitaba permiso, de forma muy ceremoniosa, a mis padres para hacerse cargo de mi custodia durante toda la tarde, yo ya sabía a donde íbamos a ir. Mi excitación aumentaba hasta límites que aún no he vuelto a experimentar.

   Me gustaba tirar con las escopetas a los chicles y a los cigarros de colores, estos, claro está, para mi tío, aunque lo cierto es que nunca le daba. Nunca llegué a entender porque a pesar de tener encañonado el cigarro, el perdigón se desviaba tanto. Mi tío Amancio argumentaba el hecho diciendo que se me debía de mover la escopeta al apretar el gatillo. Era incapaz de admitir delante de mí, la posibilidad de que existiera la trampa en la feria, un lugar mágico, un santuario para niños, que se supone debería ser tan inocente como ellos. Así era mi tío, siempre tratando de protegerme, siempre muy correcto y siempre muy tímido. Recuerdo esto de la timidez porque me llamaba la atención, precisamente paseando por la feria, que a pesar de que las chicas le miraban y reían, coqueteando con miradas insinuadoras, el jamás respondía de forma alguna, parecía como si no se enterara. Cosa totalmente imposible, lo puedo asegurar.

   Lo que más nos gustaba de toda la feria y donde pasábamos muy buenos momentos, era en los coches de choque, los dos nos divertíamos mucho y reíamos, cada uno en un coche. Nunca más en todo el año lo volvía a ver reír de esa manera. Yo echaba de menos el que viniera más a menudo por casa, pero a veces oía a mama comentar con otras personas que el tío Amancio en ocasiones se pasaba temporadas sin salir de la casa de mis abuelos, incluso de su habitación. Yo eso no lo entendía, no comprendía porqué, sería por cuestiones de trabajo, sería un espía y después de una misión debía quitarse un tiempo de la circulación. Pero al final me acostumbré a verlo aparecer y desaparecer, acepté que él era así y no pensaba más en ello.

   Hasta que un día desapareció de nuevo pero ya no volvió, lo encontraron en su habitación a la mañana siguiente con un tarro vacío de ilusiones y de vida y lleno de capsulas de miedo, dolor y desesperanza, esto nunca lo entendí, para mi él lo tenía todo, era guapo, alto, soltero y con un buen trabajo, aunque últimamente faltaba mucho. Conmigo siempre se mostraba divertido, y reíamos continuamente. Durante mucho tiempo la idea de su estatus de espía y de un asesinato disimulado en suicidio tomo cuerpo en mi mente y así se lo contaba en secreto a mis más íntimos amigos.

   Más tarde cuando crecí y sentí los primeros envites de la depresión, pensé que me parecía a él y esto era producto de la herencia. Cosas de la genética, y ante eso nada podía hacer excepto aceptar mi destino y esperar con desazón el momento fatal de continuar con la tradición familiar.

    Así lo pensé hasta que mi psicólogo me explicó que podemos luchar contra ese destino, que podemos escribir nuestro propio destino, el que nos convenga y que el terminar como mi tío Amancio depende de mí, de mi decisión, al igual que él tomó la suya en un determinado momento. Y que la genética no es tan cruel ni determinante, mucho más determinante se muestran las creencias, sobre todo esta que yo venía alimentando y que unía inexorablemente mi destino al de mi tío.


    Mi tío Amancio, a pesar de su nombre no era capaz de amar, no amaba la vida y no se amaba a sí mismo. Ojala hubiese encontrado en su camino un consejo que le hubiese devuelto esa capacidad, ojala hubiese contado con mi terapeuta. Ojala hubiese superado ese momento, hubiese apartado de su mente esos miedos, esos fantasmas una vez más.

3 comentarios:

Framboise dijo...

Somos un coctel de herencias de todo tipo (de esas que no se pueden rechazar) pero también de cosas que vamos recolectando a nuestro alrededor ¿verdad?
Algunas veces la mezcla que potenciamos no es la que más nos conviene y necesitamos que alguien nos ayude.
Un abrazo optimista.

diego dijo...

Conozco a algunos tíos Amancio. Me inspiran un enorme respeto por la valentía que demuestran en el momento definitivo. Un abrazo fuerte, paisano :)

Castigadora dijo...

La depresión nos arrebata la vida.

Un saludo.

Un gusto volver a leerte