
“Reloj interno, reflejo de otra realidad, reloj maduro, que con miedo miras hacia atrás, hacia atrás para alargar el camino, camino que ya no puedes transitar”
¿Hay un instrumento, utensilio o cosa más desagradable, agobiante y estresante que el reloj? Y sin embargo lo llevamos colgado del brazo como si fuera una extensión más de nuestro cuerpo. Extensión que a veces nos gustaría hacer desaparecer, que odiamos, sin atrevernos a ser muy explícitos, que dejamos caer al cajón en un arranque de rabia, sin atrevernos a cerrar del todo el cajón, que nos quitamos todas las noches prometiendo no volver a ponérnoslo, para cogerlo de nuevo y asirlo a nuestra muñeca nada más poner los pies en el suelo a la mañana siguiente.
El reloj, que todos maldecimos pero que a la vez no podemos pasar sin el, que miramos mecánicamente una y otra vez y controla cada uno de nuestros momentos del día.
Decimos que estamos deseando perderlo de vista, pero como si de un ritual se tratara colocamos relojes en sitios estratégicos de nuestra casa. Que si un reloj de pared, que si un reloj de arena de adorno, que si un reloj despertador, un reloj de cocina, la radio reloj, cantidad de figuras decorativas con su reloj incorporado. Como si fuera una terrible pesadilla, los relojes pueblan nuestra vida y están por todas partes recordándonos el paso del tiempo, el inexorable paso del tiempo. Y en realidad, lo desagradable en sí, no es el reloj, el reloj es el reflejo material de lo verdaderamente desagradable para la raza humana que es el tiempo, la consciencia del paso del tiempo, el ser conscientes de que esa aguja del reloj, podemos detenerla parándolo, quitándole la pila o rompiéndolo; también podemos ocultar, guardar o esconder todos los relojes, si es que esto fuera posible, negando así esa realidad, pero lo que no somos capaces de detener es el infalible e irremediable paso del tiempo, que sí, es cierto, es subjetivo y a veces parece que se puede estirar, pero, momento que pasa, momento que no vuelve y un día más sabemos que es un día menos.
Y eso es lo que verdaderamente nos repele y odiamos en realidad, esa insultante inexorabilidad, esa certeza del paso del tiempo.
Y a eso mismo es a lo que nos revelamos, estamos acostumbrados a dar unos pasos hacia adelante y si nos apetece otros hacia atrás, pero aquí, en este aspecto, cuando se trata del paso del tiempo no hay pasos hacia atrás, lo intentamos pero vemos que es imposible, el tiempo pasa y ya no vuelve.
Por eso odiamos a los relojes, por mucho que su diseño sea original, sea de oro o brillantes, no nos gustan porque son un reflejo del tiempo y continuamente nos recuerdan nuestra condición de seres caducos.
Aunque en realidad, al que se deberíamos odiar y maldecir es al tiempo, pero este es un concepto abstracto al cual no podemos insultar ni vapulear, y parece como si esto no nos llenara del todo. Necesitamos algo más tangible que podamos ver, tocar y aplastar en el suelo de un pisotón, y este, aunque se trate de un chivo expiatorio, es el reloj.